martes, 29 de septiembre de 2009

sábado, 12 de septiembre de 2009

Unidad de Cría del Zoo de Asunción Visita este sitio

lunes, 11 de mayo de 2009

Del libro en proyecto "Ciudad Campana"
Cuentos cortos de aliento largo


A la que me enseñó la magia de las letras

La señorita Inés, tenía un anillo de plata finito con una pequeña piedrecilla blanca que se apoderaba de la luz de la ventana para producir pequeños estallidos de cielo en el aula.

Tenía el "Muy Bien Diez" más redondeado y perfecto del mundo y unos ojos que te gritaban soy buena aún al tiempo del reto o la severidad del pedido de silencio.
La señorita Inés era blanca por dentro, blanca por fuera y tenía palabras celestes.
Olía a azahares y a lavanda en ramo, esa que se ponían en los cajones de la cómoda, y nos veía de espaldas aunque no estuviera.
No tenía nada que ver con una mamá. Era tan maestra, que lograba un espacio distinto, indefectible y tierno, renuente a la comparación.
La señorita Inés era solamente ella, en una constelación de tizas y renglones trabajosos como senderos rebeldes.
Era olor a portalápices Fáber, plástico de vasitos retráctiles de anillos concéntricos y caramelos Mu-Mu con gusto a matiné y a recreos.
La señorita Inés tenía el "Muy Bien Diez" más redondeado y perfecto del mundo. Jamás fue amiga de todos, porque ocupaba su tiempo siendo amiga de cada uno de nosotros. Y nos regaló las letras casi sin que nos diéramos cuenta. Y nos impuso los libros que nunca dijo que había que leer, porque enseñando ganas, era suficiente.
Ella, también fue la culpable del grito medianochero de mi padre: ¡Hijo, apagá la luz!...
La señorita Inés.
London, Twain, Alcott, Verne, Dickens, Stevenson, Quiroga, Salgari y tantos, tantos más, fueron luces apoderadas de una ventana escuelera para producir pequeños estallidos de cielo en mi alma, gracias a la señorita Inés.
Ni gracias le puedo decir. La señorita Inés no merece tan poco.
Si yo tuviera su mano, escribiría un "muy bien diez" tan lindo y redondeado, que sería la envidia de la escuelita pueblerina.
Y haría un pájaro de papel glasé, que saliendo por la ventana, jamás dejaría de volar.
Jamás.



El viejo Honorio


El viejo Honorio era famoso en mi pueblo. Un pueblito de calles pura tierra, en el que los hombres se apoyaban en los marcos de las puertas mirando al cielo, esperando la bendición de la lluvia para una buena cosecha.
Nadie sabía la edad de Don Honorio. Ni él, seguramente, la sabía. O tal vez si pero no la recordaba.
Se ganaba la vida alquilando su enorme sabiduría. Don Honorio era una eminencia en cuestiones de la vida. Pese a ser analfabeto, no había cosa viviente que él no supiera reencausar si peligraba su existencia.
"Don Honorio... ¡Mi naranjal se está apestando!"
"Don Honorio... mi caballo está que hierve que bichos y dentro de poco tengo que arar el lote sur..."
"Don Honorio... ¿Qué me recomienda para las ponedoras que no están rindiendo nada
últimamente?"
Para la gente humilde, las soluciones del viejo eran tan preciadas, indiscutibles y efectivas, como baratas y simples. Jamás erraba un diagnóstico. Nunca ponía un precio a sus servicios. Una docena de huevos, una camisa usada, dos kilos de yerba suelta, un pollo listo para el desnuque o una gruesa de cigarrillos negros de los fuertes, eran aceptados como pago más que suficiente por cualquiera de sus recetas, consejos o trabajos hechos "en persona", porque algunos asuntos sólo los atendía él, para "que todo salga bien", según decía.
Para las pocas familias con más instrucción y solvencia económica del pueblo, Don Honorio era un recurso muy eficaz, también, en cuestiones de jardinería o cosas similares. Se lo respetaba, eso sí. Pero no como "mano santa" o curandero, otra de las facetas del viejo enigmático y extraño, curador de "empachos" y otras dolencias entre la gente más pobre.
Un día, el hijo del Dr. Cruces se enfermó. El doctor, sintió que el problema lo superaba y llevó al pequeño a la ciudad, poniéndolo en manos de especialistas que él conocía, procurando la mejor atención para su niño.
Regresó al pueblito con su hijo y las recomendaciones para un buen tratamiento del mal que aquejaba a la criatura. Dos días más tarde, todo empeoró.
El Dr. Cruces, entonces, recurrió desesperado a quien fuera su profesor en la Facultad de Medicina, por entonces considerado uno de los más grandes especialistas en niños de Sudamérica. Pero todo fue en vano. La salud del pequeño Luisito se agravó tanto que el fin parecía muy cercano. El profesor, determinó que si en un plazo de veinticuatro horas no había mejoría, el niño debía ser trasladado sin demoras, para que una junta médica hiciera el último intento por encontrar el modo de salvarle.

La mamá de Luisito esperó a que su esposo viajara para ultimar los detalles de la internación.
Entonces, vestida de desesperación lloró caminando tres largas cuadras de esa calle pura tierra con marcos de puertas que sostenían hombres apoyados mirando al cielo esperando la bendición de la lluvia. Abrió la tranquerita de postes de sauce y sin asustarse siquiera de los cuzcos garroneros que ladraban como locos, se paró frente la oscura boca del ranchito con olor a humo y guiso de arroz y gritó: "Don Honorio... ni hijo se muere!".
El viejo, sin pronunciar palabra, se encaminó a la casa del Dr. Cruces. La mamá de Luisito lo seguía en un trance de dolor y angustia tan enorme, que el sendero parecía agonizar tras sus espaldas.
El anciano entró sin esperar permiso. Pidió una silla y se sentó junto a la cuna. Sus manos, recorrieron el pequeño cuerpecito. Los toscos dedos acostumbrados a azadas y terrones, indagaron con sutileza en los misterios que desconcertaron doctores.
- Un repollo. Ordenó secamente.
- Cenizas de leña. Allá, afuera en la parrilla, he visto cenizas. Que las traigan. Agregó.
- Y una botella de alcohol fino, completó.

En cinco minutos, Luisito estaba fajado con una mezcla de cenizas, alcohol y hojas de repollo.
- Y ahora, Doña Teresa, saque la criatura al patio, dijo.
- Es mejor eso ahora, que tener que ventilar la casa después, agregó con una maliciosa sonrisa.
- El demonio negro huele de lo peor, murmuró casi inaudiblemente, saliendo despaciosamente rumbo a su miserable ranchito.

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El Dr. Cruces, se detuvo perplejo en la puerta de entrada al jardín delantero de su casa. La blanca ambulancia ronroneaba con su motor en marcha, estacionada en la calle pura tierra en la que los hombres se apoyaban en los marcos de las puertas mirando al cielo, esperando la bendición de la lluvia para una buena cosecha. Las risas de su niño jugando en su cuna, al lado de los rosales que Don Honorio plantara, cayeron por sus mejillas como nunca antes había sucedido.
Cuando el Dr. Cruces abrazó a su mujer, preguntando qué milagro había ocurrido, Doña Teresa contestó esta enigmática frase: "Repollo, cenizas, alcohol y sabiduría. Andá pensando qué le podemos dar a Don Honorio. No quiso aceptar dinero a cambio de la vida de nuestro hijo. Pero según él, se viene un invierno con más frío que nunca, como para que uno lo tome sin un buen abrigo." Eso dijo.
Mi padre, el doctor Cruces, metió con todos sus hedores al demonio negro que salió de mi cuerpo en un frasco de laboratorio para hacerlo analizar.
Una mezcla de cenizas, alcohol y hojas de repollo, dieron como resultado de otro análisis, la
presencia de un revulsivo de una potencia increíble comparado con lo existente en la farmacopea del momento.
Ese invierno Don Honorio lució con orgullo una flamante campera de cuero marrón forrada con vellón de oveja y en sus curtidos pies unos imponentes botines de suela gruesa, hechos con cuero del mejor, impermeabilizado con grasa especial para montañistas.
Y yo, sobreviviente del ataque del "demonio negro", escribo estas líneas en una computadora, para contarles que a veces la vida depende más de un analfabeto sabio que de un montón de doctores ilustrados.

Hembra tenía que ser


El Dr. Cruces terminó de aparejar al pangaré que, nervioso, adivinaba la salida rascando la tierra con sus cascos delanteros, cabeceando y bufando impaciente.
Su pequeño hijo esperaba a lomos de Pluma, la yegua tobiana de su esposa. Con una mano aferraba la crines y con la otra se sostenía de la agarradera de cuero trenzado que tenía la cincha, que a su vez mantenía en su sitio a un simple cojinillo de vellón, en el que él estaba sentado el niño.
Luisito, al tiempo de sus primeros pasos, ya había aprendido a mantenerse equilibrado y suelto sobre el lomo de un caballo. Primero con cortos paseos sobre la parte delantera del recado de su padre, a salvo entre la seguridad de sus brazos. Luego así. Sólo sobre el animal y al tranco lento, pero "de tiro". Es decir, con la yegua guiada por el Dr, Cruces, bozal y cabestro mediante.
Para el hijo del doctor, los dos mil metros que recorrieron hasta la puerta de la casa de Ambrosio fueron un viaje largo y maravilloso. Se sentía feliz y orgulloso, esperando los dos mil metros del regreso con el corazón latiendo fuerte, ansioso de recibir los comentarios y elogios de sus mayores y, porque no decirlo, la envidia de algún vecinito "de a pie".
El Dr. Cruces se apeó, ató el cabestro de Pluma a la rama de una cinacina y golpeó sus manos para ser atendido. A los pocos segundos, doña Amelia, la mujer de Ambrosio salió secándose las manos en un delantal tan blanco que encandilaba y en el que las dos grandes margaritas bordadas parecían tener vida propia. Después de los saludos de rigor, el doctor le entregó un pequeño paquete y comenzó, papel en mano, a explicar algunas indicaciones que en él había.
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El negro Palma, a bordo de su destartalada camionetita Whipet, avanzaba a los tumbos por el camino de tierra, embocando y saliendo de la profunda huella ya seca por el sol del verano, pero que quedara marcada desde la última lluvia. Todavía no se acostumbraba al infernal vehículo. Antes de comprarlo, había tomado unas pocas clases de conducción a bordo del Ford "A" de don Ochoa, pero esta endemoniada cosa tenía la caja de cambios con las marchas invertidas y el pedal de freno se trancaba en el piso de madera.
Para sus adentros, el negro Palma se repetía una y mil veces la fórmula: "Donde es la tercera está la primera, donde es la marcha atrás está la segunda, donde es la primera está la tercera...y...donde es la segunda está la marcha atr... a la puta... ¡Me confundo!"
Ya había entregado su carga de leña y la Whipet, liviana de culata, se le descontrolaba más, encabritada sobre su eje trasero de elásticos vencidos.
Se acercó a un habitual cruce, en los que los vecinos para no hundirse en el barro solían colocar un sendero de adoquines de vereda a vereda para cruzar con relativa comodidad.
De pronto, comprendió que si no reaccionaba rápido, esa elevación adoquinada podría ser la causa de una rotura y hasta de una pérdida total del control de la traqueteante máquina. Y entonces, como era de esperar, el pedal del freno se volvió a atascar.
A continuación y presa de la desesperación, el negro Palma cometió dos errores cruciales. Pegó un golpe de volante y con la manga enganchó el "bigote" del avance manual sacando al motor de punto, al tiempo que, confundido, pasaba de tercera a primera con un espantoso ruido de engranajes forzados. La Whipet bramó como un toro en celo, coleó aunque disminuyendo notoriamente la marcha pero, lo peor de todo, estalló en contra explosiones cuando los pistones y bujías no se pusieron de acuerdo a raíz del fuera de punto. Y entonces...
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Pluma, la yegua tobiana mansa y pacífica, repentinamente se vio envuelta en una nube de polvo y humo negro, al tiempo que un horrendo fragor de latas y explosiones como cañonazos partieron en dos la silenciosa calma matinal del pueblo, en el que el trino de los pájaros y algún lejano pregón eran lo habitual.
Espantada, reculó violentamente arrancando la rama de cinacina. Veloz e instintiva, lanzó sus dos cascos traseros en una doble patada de increíble fuerza hacia el centro del peligro que pasaba por detrás de sus ancas.
Luisito, el hijo del Dr. Cruces, sintió que una mano gigantesca lo arrancaba de su cabalgadura. Por un momento, tuvo la sensación que el mundo había desaparecido a su alrededor para siempre.
El golpe contra el suelo fue tremendo y le hizo perder brevemente el conocimiento. Pero fue con suerte. Su cabeza golpeó contra la reseca tierra en el justo espacio de no más de treinta centímetros que había entre un adoquín y otro, esos que los vecinos, para no hundirse en el barro, solían colocar de vereda a vereda para cruzar con relativa comodidad.
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El Dr. Cruces y doña Amelia, por un segundo, quedaron paralizados de espanto. Entre los estruendos de una vieja y ruginosa camioneta bamboleante y estertorosa, emitiendo detonaciones y bocanadas de humo, vieron a la mansa yegua transformarse en un instante en una fiera coceadora y al pequeño niño volando por los aires.
Con los corazones apretados de terror, corrieron desesperados dominados por la agonía de la incertidumbre y los más negros presagios.
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El negro Palma, con los ojos fuera de sus órbitas y una mueca de miedo y culpa en su rostro, apoyado en la puerta de la Whipet, hundida hasta lo inimaginable por dos certeras coces simultáneas, se persignaba como en cámara rápida mirando al niño yacente y al cuadro más increíble y sobrecogedor...
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La yegua estaba en una posición forzada casi indescriptible. Todo su cuerpo temblaba con el esfuerzo que estaba haciendo para seguir manteniéndose inmóvil. Estiraba su cuello y lo torcía hacia abajo olfateando frenéticamente.
El Dr. Cruces cayó rodillas en tierra. Con hábil y rápido movimiento tomó por los hombros al pequeño, sacándolo de entre las patas de Pluma, que por fin pudo apoyar uno de sus cascos en tierra después de haberlo mantenido en aire a escasos centímetros del pecho de Luisito.
"Hembra tenías que ser" Murmuró el doctor y salió corriendo con su hijo en brazos hacia un lugar seguro donde revisarlo.
Y como se habrán dado cuenta, yo pude contar el cuento.



domingo, 10 de mayo de 2009

ARGENTINA: Medios de Comunicación



La conozco como a la palma de mi mano. Envuelve al Gran Elefante Social.

Horas de noticieros, diarios y programas periodísticos repletos de famosos o ignotos opinólogos me llenaron el disco duro cerebral de asesinos de 14 años, piquetes, políticos paquetes, apocalípticos, honestos, soñadores, mentirosos, ociosos, oportunistas, traidores o sinceramente equivocados; madres del dolor, dolores de la puta madre, Mercosur, mercachifles, alianzas y tránsfugas, regresivos y progresivos.
Una interminable pléyade de contradictorios volátiles, necios binarios sin semitonos, derecha a la siniestra, izquierda onanista o centro de todos los males.
La conozco. Llena está de pústulas de miseria y marginalidad, arrugas de cobardía, heridas de injusticia, cicatrices de historia trágica, sarpullidos de violencia, forúnculos de corrupción y pelos a cuya sombra piojos chupan sangre hasta reventar. También tiene, justo es decirlo, una potencial capacidad de regeneración, por ahora dormida a causa del síndrome de la imbecilidad globalizada.
Mi pregunta es: ¿Y el elefante? ¿Nadie se preocupa por el miserable paquidermo social?
Debajo de ese cuero patético y degradado hay una masa de músculos, huesos y vísceras que funcionan mal. Un cuerpo enfermo que exterioriza en la piel los síntomas de todos los males verdaderos. Y ese cuerpo aquejado deambula a los tumbos en un hábitat destruido por él mismo, generado su propio peligro de extinción.
¿O de veras creemos que el dengue o la influenza A son culpa de los mosquitos, los chanchos, la Ministra Odiada o la Ministra Provincial Sicótica o vaya a saber quién? ¿Es más importante discutir sobre las retenciones que sobre la desforestación, la contaminación, los transgénicos y los agrotóxicos, o cada cosa es parte de un todo?
Veamos qué hay debajo de la piel. No me imagino a nuestros prohombres discutiendo cuántos latigazos más hay que darle a un esclavo que se rasca el higo, en lugar de debatir cómo abolir la esclavitud.
Yo soy un hombre mayor. Y cuando se está más cerca del arpa que de la guitarra, hay dos maneras de seguir. O ponerse las pantuflas y decir que todo tiempo pasado fue mejor, o seguir aferrado como yo a mi pequeña y querida mufa, la que me ha motorizado desde los 14. 
Un puma viejo no tendrá colmillos, pero sigue siendo un puma.